Raymond Carver.

En 1976 Carver escribe Will you please be quiet, please?, un puñado de cuentos en los que critica la porquería de la sociedad: el machismo, el body shaming, los prejuicios sobre la libertad sexual… Casi cincuenta años después y seguimos en la misma mierda. Por ello tomamos cinco de estos cuentos como inspiración para nuestra colección y así visibilizar, desde la irreverencia y el sarcasmo, el daño que ha hecho a las personas el patriarcado.

ELLOS NO SON TU ESPOSO

Earl Ober se encontraba entre dos trabajos como viajante. Doreen, su esposa, había tenido que ir a trabajar por las noches como mesera en una cafetería que abría las veinticuatro horas y quedaba a las afueras del pueblo. Una noche, mientras bebía, a Earl se le ocurrió pasarse por la cafetería y comer algo. Quería ver en dónde trabajaba Doreen y también quería ver si podía ordenar algo a cuenta de la casa.

Se sentó en la barra y estudió el menú.

“¿Qué estás haciendo aquí?”, dijo Doreen cuando lo vió ahí.

Le entregó una orden al cocinero. “¿Qué vas a ordenar Earl?”, dijo. “¿Los niños están bien?”

“Están bien”, dijo Earl. “Quiero café y uno de esos sándwiches número dos”.

Doreen apuntó la orden.

“¿Crees que sería posible que… ya sabes?”, le dijo y guiñó un ojo.

“No”, dijo ella. “No me hables ahora. Estoy ocupada”.

Earl bebió su café y esperó el sándwich. Dos hombres en traje de negocios, con las corbatas desabrochadas y sus camisas abiertas, se sentaron cerca de él y ordenaron café. Cuando Doreen se alejó con la jarra de café, uno de los hombres le dijo al otro, “Mira el trasero de esa. No me lo creo”.

El otro hombre rió. “He visto mejores”, dijo.

“A eso me refiero”, dijo el primer hombre. “Pero a algunos payasos les gustan los culos gordos”.

“A mí no”, dijo el otro.

“A mí tampoco”, dijo el primer hombre. “Era lo que estaba diciendo”.

Doreen dejó el sándwich frente a Earl. Junto al sándwich había papas a la francesa, ensalada de col y pepinillos.
“¿Algo más?”, dijo. “¿Un vaso de leche?”

Earl no dijo nada. Negó con la cabeza porque ella seguía parada ahí.

“Te traeré más café”, dijo ella.

Doreen regresó con la jarra y les sirvió café a Earl y a los otros dos hombres. Luego tomó un plato y se dio la vuelta para comenzar a servir helado. Se agachó para alcanzar la parte inferior del contenedor y con la cuchara comenzó a sacar helado. La falda blanca se pegó a sus caderas y subió por sus piernas. Lo que se vio fue algo ceñido y rosa, piernas que estaban arrugadas y grises y algo peludas y varices que se extendían sin control.

Los dos hombres sentados junto a Earl intercambiaron miradas. Uno de ellos alzó las cejas. El otro sonrió mirando irónicamente a Doreen por encima de su taza, mientras ella ponía jarabe de chocolate en el helado. Cuando comenzó a agitar la lata de crema batida, Earl se levantó, dejando su comida y se dirigió hacia la puerta. Escuchó que ella decía su nombre, pero siguió caminando.

Fue a ver a los niños y luego fue al otro cuarto y se desvistió. Separó las cobijas, cerró los ojos, y pensó. La sensación comenzó en su rostro y descendió hacia su estómago y hacia sus piernas. Abrió los ojos e inclinó sacudió la cabeza de atrás hacia adelante en la almohada. Luego se dio la vuelta y se quedó dormido.

Por la mañana, después de mandar a los niños a la escuela, Doreen entró al cuarto y levantó la persiana. Earl ya estaba despierto.

“Mírate en el espejo”, dijo.

“¿Por qué?”, dijo ella.

“No me gusta decir esto”, dijo Earl, “pero creo que estaría bien que pensaras en ponerte a dieta. Lo digo en serio. Creo que deberías perder algo de peso. No te enojes”.

“¿A qué te refieres?”, dijo ella.

“A lo que acabo de decir. Creo que deberías perder algo de peso. Poco, en todo caso”, dijo.

“Nunca habías dicho nada”, dijo ella. Levantó su bata por encima de su cintura y miró su estómago en el espejo.

“No había considerado que fuera un problema, hasta ahora”, dijo él. Estaba escogiendo las palabras.

Con la bata todavía levantada, Doreen se volteó para darle la espalda al espejo y miró por encima de su hombro. Con una mano levantó una de sus nalgas y luego la dejó caer.

Earl cerró sus ojos. “Quizás estoy loco”, dijo.

“Creo que podría perder algo de peso. Pero será difícil”, dijo ella.

“Es verdad, no será fácil”, dijo él. “Pero te ayudaré”.

“Quizá tengas razón”, dijo ella. Dejó caer su bata y después de mirarlo se la quitó.

Hablaron sobre dietas. Hablaron sobre dietas de proteínas, dietas vegetarianas, dietas basadas en jugo de toronja. Pero acordaron que no tenían dinero para gastar en la carne que requería la dieta de proteínas. Y a Doreen no le gustaban mucho las verduras. Y como tampoco le gustaba el jugo de toronja, no veía cómo iba a poder seguir esa dieta.

“Está bien, olvídalo”, dijo él.

“No, tienes razón”, dijo ella. “Haré algo”.

“¿Qué opinas de hacer ejercicio?”, dijo él.

“Hago todo el ejercicio que necesito en el trabajo”, dijo ella.

“Puedes sólo dejar de comer”, dijo Earl. “Al menos por algunos días”.

“Está bien”, dijo ella. “Lo intentaré. Lo intentaré por algunos días. Me convenciste”.

“Sé cerrar tratos”, dijo Earl.

Calculó el balance de su estado de cuenta y luego fue hacia una tienda de descuentos para comprar una báscula. Miró a la vendedora todo el tiempo que duró la transacción.

En casa, hizo que Doreen se quitara toda la ropa y se parara en la báscula. Frunció el ceño al ver las varices. Con el dedo recorrió una que subía por una de sus piernas.

“¿Qué haces?”, preguntó.

“Nada”, dijo él.

Miró la báscula y anotó la cifra en un pedazo de papel.

“Muy bien”, dijo Earl. “Muy bien”.

El siguiente día estuvo fuera casi toda la tarde debido a una entrevista. El empleador, un hombre ancho que cojeaba mientras le mostraba a Earl los arreglos de plomería de la bodega, le preguntó a Earl si estaba disponible para un viaje.

“Claro que estoy disponible”, dijo Earl.

El hombre asintió.

Earl sonrió.

Pudo escuchar la televisión desde antes de que abriera la puerta de la casa. Los niños no voltearon a verlo cuando cruzó la sala. En la cocina, Doreen, con su uniforme del trabajo, comía huevos revueltos con tocino.

“¿Qué comes?”, dijo Earl.

Ella continuó masticando, sus cachetes estaban llenos. De pronto escupió todo en una servilleta.

“No pude evitarlo”, dijo.

“Gorda”, dijo Earl. “¡Come más! ¡Come!” Earl fue hacia el cuarto, cerró la puerta, y se acostó en la cama sin destenderla. Todavía podía escuchar la televisión. Puso sus manos detrás de la cabeza y miró hacia el techo.

Ella abrió la puerta.

“Lo intentaré de nuevo”, dijo Doreen.

“Está bien”, dijo él.

Dos días después ella lo llamó desde el baño. “Mira”, le dijo. Él revisó la báscula, abrió un cajón, sacó una hoja y miró hacia la báscula de nuevo mientras ella sonreía.

“Casi medio kilo”, dijo ella.

“Es algo”, dijo él, dándole una palmada en la cadera.

Leyó los anuncios clasificados. Fue a la oficina de empleo. Cada tres o cuatro días iba a algún lugar para una entrevista, y por la noche contaba las propinas de Doreen. Alisaba los dólares y apilaba las monedas en montones de un dólar. Cada mañana la hacía subirse a la báscula.

En dos semanas ella había perdido kilo y medio.

“Como de a poco”, dijo ella, “me mato de hambre todo el día y en el trabajo como. Se acumula”.

Pero una semana después había perdido dos kilos y medio. La semana siguiente perdió cuatro kilos y medio. Su ropa le quedaba floja. Tuvo que tomar dinero de la renta para comprar un nuevo uniforme.

“La gente comienza a hablar en el trabajo”, dijo.

“¿Qué dicen?”, dijo Earl.

“Que estoy muy pálida, para empezar”, dijo. “Que ya no parezco la misma. Están preocupados por la cantidad de peso que estoy perdiendo”.

“¿Qué tiene de malo perder peso?”, dijo él. “No les hagas caso. Diles que se metan en sus asuntos. Ellos no son tu esposo. No tienes que vivir con ellos”.

“Tengo que trabajar con ellos”, dijo Doreen.

“Claro”, dijo Earl, “Pero no son tu esposo”.

Cada mañana la acompañaba al baño y esperaba a que se subiera a la báscula. Se hincaba, con un lápiz y la hoja. La hoja estaba cubierta con fechas, días de la semana, números. Leía la cantidad que mostraba la báscula, consultaba la báscula y a veces asentía o a veces apretaba los labios.

Doreen pasaba más tiempo en la cama ahora, se volvía a acostar después de que los niños se fueran a la escuela y dormía por las tardes antes de irse al trabajo. Earl hacía algunos quehaceres, veía televisión y la dejaba dormir. Él hacía todas las compras y de vez en cuando iba a alguna entrevista.

Una noche, Earl durmió a los niños, apagó la televisión y decidió salir a tomar algo. Cuando el bar cerró, fue hacia la cafetería.
Se sentó en la barra y esperó. Cuando ella lo vio le preguntó si los niños estaban bien.

Earl asintió.

Se tardó en ordenar. La miraba mientras ella se movía de un lado para otro detrás de la barra. Finalmente ordenó una hamburguesa con queso. Ella le entregó la orden al cocinero y fue a atender a alguien más.

Otra mesera se acercó con una jarra de café y sirvió en la taza de Earl.

“¿Cómo se llama tu amiga?”, dijo él, apuntando hacia su esposa.

“Se llama Doreen”, dijo la mesera.

“Se ve muy diferente a como se veía la última vez que anduve por aquí”, dijo.

“No sabría decir”, dijo la mesera.

Se comió la hamburguesa y se tomó el café. La gente continuó llegando y yéndose de la barra. Doreen atendía a casi todos los que llegaban a la barra aunque de vez en cuando la otra mesera venía a tomar alguna orden. Earl observaba a su esposa y escuchaba atentamente. Dos veces dejó su lugar para ir al baño. Las dos veces se preguntó si no se habría perdido de algo. Cuando regresó la segunda vez vio que su taza ya no estaba y que había alguien más en su lugar. Se sentó en un banco al final de la barra, junto a un viejo de camisa rayada.

“¿Qué quieres?”, le dijo Doreen cuando lo vio de nuevo. “¿No deberías estar en casa?”.

“Sírveme café”, dijo él.

El hombre junto a Earl leía el periódico. Separó su mirada de la lectura y vio a Doreen servirle café a Earl. Miró a Doreen mientras ella se alejaba. Luego siguió leyendo el periódico.

Earl sorbió su café y esperó a que el hombre dijera algo. Lo veía de reojo. El hombre había terminado de comer y había hecho a un lado su plato. El hombre encendió un cigarro, dobló el periódico y continuó leyendo.

Doreen se llevó el plato sucio y le sirvió más café al hombre.

“¿Qué opina?”, le dijo Earl al hombre, apuntando hacia Doreen mientras ella se alejaba “¿No cree que es algo notable?”

El hombre dejó de leer. Miró a Doreen y luego a Earl y continuó leyendo.

“En serio, ¿qué opina?”, dijo Earl. “Le estoy preguntando. ¿Se ve bien o no? Dígame”.
El hombre apretó el periódico.

Cuando Doreen volvió a atender la barra, Earl tocó el hombro del viejo y le dijo “Le mostraré algo. Escuche. Mírele el trasero. Y ahora vea esto. Quisiera un sundae de chocolate”, le dijo esto último a Doreen.

Ella se paró frente a él y suspiró. Luego se dio la vuelta y tomó una copa y una cuchara para helado. Se inclinó sobre el refrigerador, se estiró hacia abajo y sacó helado con la cuchara. Earl miró hacia el hombre y le hizo un guiño cuando la falda de Doreen subió por sus piernas. Pero los ojos del hombre se encontraron con los de otra mesera. Entonces el hombre puso el periódico bajo su brazo y busco en su bolsillo.

La otra mesera se acercó a Doreen. “¿Quién es este tipo?”, le preguntó.

“¿Quién”, dijo Doreen mirando alrededor con la copa de helado en la mano.

“Él”, dijo la otra mesera señalando a Earl con la cabeza “¿Quién es este payaso?”

Earl sonrió lo mejor que pudo. Se mantuvo así. Se mantuvo así hasta que sintió que su cara comenzaba a tener una mueca rara.

Pero la otra mesera simplemente lo estudiaba, y Doreen sacudió la cabeza lentamente. El hombre había dejado algo de cambio junto a su taza y se había parado, pero también esperaba para escuchar la respuesta. Todos miraban a Earl.

“Es un viajante. Es mi esposo”. Doreen dijo, finalmente, encogiendo los hombros. Después puso el sundae de chocolate preparado a medias frente a él y fue a traerle su cuenta.

Traducción. Iván Ortega. Instagram: @just_text_no_sugar

Close My Cart
Close Wishlist
Close
Close
Categories